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EL NIÑO DE LA ESTACION DEL TREN

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Jorge era un niño que rondaba los 12 años de edad, desescolarizado, ese día vestía pantalón color caqui corto ,sostenido por unas tiras raídas, bolsillos laterales deformados y sucios por el trajín callejero, camisa a cuadros azul y menta de cuello perdido , ajada, colocada arbitrariamente por fuera del pantalón, remedo de un liki liki, botones de nácar incompletos; descalzo, con los pies sucios del polvo del camino , insensibles a las piedras y al calor del pavimento, las uñas incompletas por los tropezones frecuentes, llevaba colgada del hombro izquierdo una bolsa de tela en la cual alguna vez empacaron harina Nacional, sus pasos inseguros, esquivos y precavidos tal vez por temor a tropezar con una piedra o una fondo de botella de vidrio arrojado en el camino, la mirada fija en el horizonte auscultando la mañana que lo cobijaba apática ,grisácea, desdeñosa, augurio de un día pesado e infructuoso, su padre un “Frenero” del ferrocarril que escasamente podía ver en el hogar, casi un extraño, la madre ama de casa que repartía su trabajo en los oficios del hogar y en fabricar cajetas de papel para venderle a los polvoreros para elaborar chorrillos, el niño , como todos los días, se dirigía a la estación del ferrocarril , cerca de Locería Colombiana, donde acostumbra pasar las horas de la mañana al pie de la amplia puerta de las bodegas, en espera del cargue y descargue de los vagones que arrastraban los trenes con bultos de café de exportación tipo excelso.
Una vez terminada la labor del cargue y descargue, presuroso se encaramaba, con mucha dificultad al vagón recién liberado de su carga y procedía a recogen, uno a uno, los escasos granos del preciado producto que en la maniobra del carguero abandonaban el pesado fardo, depositándolos en el saco que pendía de su hombro como una extensión de su cuerpo, hasta que el tren anunciaba la continuación de su marcha, señal para saltar, con agilidad felina, hacia el rígido andén y, luego a esperar el siguiente tren con más vagones cargados de café para repetir el rito.
Terminada la labor, el niño desconsolado, henchido el corazón y el alma entumecida, la mirada perdida en las calles insensibles, buscaba la tienda de “centavo menos”, ubicada a una cuadra de la estación, donde una pesa de balancín daba el veredicto de su trabajo: una libra escasa de café seco, recibía los consabidos quince centavos y presuroso regresaba a casa con el vil metal, depositándolo en las manos ajadas de la madre que lo esperaba para premiarlo con el beso maternal.

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